Adrián odiaba el verano. A diferencia del resto de los niños, no
deseaba con todas sus fuerzas que llegara esa época del año. Él era un buen
estudiante, así que no era porque tuviera que estudiar para las recuperaciones.
No le tenía miedo a volar, así que tampoco era problema irse de vacaciones a
otro país o continente. Lo que Adrián odiaba era ir a la casa de la montaña con
su padre todos los veranos. Sus padres estaban divorciados, así que Adrián
tenía que pasar dos meses en esa horrible casa. La odiaba porque estaba lejos
de sus amigos y de la playa. Tenía una piscina, pero no era lo mismo si se
disfrutaba en soledad. Su padre apenas tenía tiempo para jugar con él. Era
escritor, y durante los veranos se encerraba a escribir grandes historias, pero
nunca tenía tiempo para su pequeño. Pero sin lugar a dudas, lo que más odiaba
Adrián era al sol. Tan reluciente y tan caluroso. Ese año, precisamente,
resplandecía como nunca lo había hecho. Era más grande que nunca y desde su casa se veía como una gran bola de
fuego que miraba con soberbia a los humanos de abajo. El sol parecía estar muy
cerca de la casa de Adrián y éste se asustó. Si no fuera porque no creía en los
cuentos, habría pensado que iba a bajar hasta su casa y quemaría todo a su
paso.
Una tarde, Adrián discutió con su
padre porque quería ir al cine, pero éste le dijo que no era posible porque
tenía que continuar con su nueva novela. La editorial estaba impaciente, y su
padre no podía perder ni un minuto. Su hijo, enfadado, salió de casa y subió hasta
lo más alto de la montaña. Lleno de rabia, descargó toda su ira e impotencia
contra el sol. Le lanzó toda clase de insultos que puede aprender un niño a la
edad de 13 años. Pero cuando ya no supo decir ninguna palabra más, le tiró la
piedra más grande que había en esa zona.
-¡Te odio, sol! Siempre que
alcanzas tu máximo esplendor me veo aquí encerrado como si fuera una cárcel.
¡Toma!- dijo Adrián mientras lanzaba
aquella piedra tan afilada.
De repente, un sonido
ensordecedor se escuchó. Adrián se dio la vuelta y vio como el sol empezó a
romperse y a medida que lo hacía perdía toda su luz. Aquello parecía el mismo
apocalipsis. Adrián no creía en el infierno, pero si existiera estaba
convencido que era como aquello.
El sol se rompía cada vez más. El
cielo iba perdiendo su luz mientras las piezas luminosas se perdían entre los
rincones de la ciudad. Una última pieza permaneció en el cielo, dando el mismo
brillo que una estrella. Sin embargo, cinco minutos después se desprendió y
movida por el viento cayó en los pies de Adrián. Él sabía que todo había sido
su culpa, pero jamás pensó que una simple piedra sería capaz de alcanzar y
destrozar al gigante sol. No podía creer lo que pasaba y se echó a llorar en la
soledad de la montaña.
Sin embargo, notó que algo empezó
a brillar en sus pies. Aquella pieza de sol aún conservaba su brillo. Era la
luz más bella que jamás había visto. La cogió con cuidado y la soltó
rápidamente porque quemaba.
La ciudad estaba totalmente a
oscuras, y la gente comenzó a gritar. Adrián se asustó. ¿Y si alguien le había
visto? ¿Podrían meterle en la cárcel por matar al sol? ¿Debía huir? ¿Pero a qué
lugar iría un niño de 13 años? Sin pensarlo más, cogió su mochila y su patineta
y puso rumbo a la ciudad con la mayor rapidez que pudo. No sabía si le habían
visto o no, pero supo que la única forma de poder remediar aquella situación
era buscando todos los trozos de sol y volver a juntarlos hasta devolverle la
vida a aquella bola de fuego que odiaba tanto y que a la que ahora debía ayudar
sin dudar.
Adrián emprendería así el viaje
más apasionante de su vida. Una aventura que duraría algo más de los dos meses
de verano. Una aventura de 30 años que Adrián jamás podría olvidar.
^^
ResponderEliminar:)
Eliminar